martes, 21 de agosto de 2012

CUENTOS WARMA KUYAY-EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE-LA GONIA DE RASU ÑITI DE DON JOSÉ MARÍA ARGUEDAS-NOTABLE ESCRITOR PERUANO


José María ArguedasJosé María Arguedas
Peruano
Perú
1911 - 1969 -Nació el 18 de enero de 1911 en Andahuaylas. Cuando tenía 3 años murió su madre y quedó al cuidado de su abuela. En 1917, su padre se casó con una terrateniente adinerada, quien determinó que el niño viviera con los sirvientes. Arguedas se crió en Puquio y estudió en Abancay, Ica y Lima.
Su vida y su creación se nutrieron de su tierra y del pueblo peruano, especialmente de campesinos, artesanos, músicas y artistas populares. “Recorrí los campos e hice las faenas de los campesinos bajo el infinito amparo de los comuneros quechuas”, contaba.
En 1928 publica en la revista "Antorcha" de Huancayo. En 1931 ingresa a San Marcos y culmina sus estudios de literatura en 1937, año en que es apresado por sus actividades políticas.
Se casa en 1939 con Celia Bustamante Vernal. En 1944 le sobreviene una crisis que le impide escribir por 5 años. En 1949 es cesado por comunista. Obtiene el grado de Doctor en Letras en 1963. En 1965 se divorcia y luego, en 1967, se casa con Sybila Arredondo. El 28 de noviembre de 1969 se suicida.    .: Obras de José María Arguedas 1935 Agua. Los Escoleros. Warma Kuyay 1941 Yawar Fiesta 1954 Diamantes y Pedernales. Agua 1958 Los Ríos Profundos 1961 El Sexto 1962 Túpac Amaru Kamaq taytanchisman. Haylli-taki. A nuestro padre creador Túpac Amaru. Himno-canción 1962 La agonía de Rasu Ñiti 1964 Todas las Sangres 1965 El Sueño del Pongo 1966 Oda al jet 1966 Algunas observaciones sobre el niño indio actual y los factores que modelan su conducta 1966 Notas sobre la cultura latinoamericana 1967 Amor Mundo y Todos los Cuentos 1968 Las Comunidades de España y del Perú 1969 Qollana Vietnam Llaqtaman / Al pueblo excelso de Vietnam 1971 El zorro de arriba y el zorro de abajo 1972 Katatay y otros poemas. Huc jayllikunapas  

WARMA KUYAY
Don José María Arguedas nos relata tiernamente el warma kuyay (voz quechua que significa, amor de niño) de Ernesto hacia Justina, una juvenil belleza andina que servía en la hacienda de su tío y que sólo tenía ojos para el Kuto, el mejor novillero del lugar.   Ernesto no entendía cómo Justina, con su cara sonrosada, donde se dibujaba unos hermosos labios y unos brillantes ojos negros, podía fijarse en un indio tan feo como el Kuto, de nariz achatada, ojos casi oblicuos y boca ennegrecida por la coca.   Justina era alegre y delicada, mientras que el Kuto era tosco, con cara de sapo. Ella cantaba y él dominaba con el látigo a las vaquillas. Ernesto era el sobrino de uno de los patrones, apenas tenía catorce años y se sentía enamorado de la cholita que rompía el silencio con sus cantos y coqueteos al indio feo. No había ninguna esperanza para él, Justina tenía ojos solo para  el Kuto y por tanto, pronto sería su mujer. 
Pero ni Ernesto ni el Kuto, se habían percatado que otro hombre también miraba a la muchacha. Era Don Froylán, el  otro dueño de la hacienda, quien a  pesar de estar casado y tener nueve hijos,  se creía con derecho sobre la inocente Justina. Un día, cuando se bañaba con los niños en la toma de agua, la violó.
Con rabia e impotencia contenida, el Kuto se lo contó a Ernesto, quien no podía creer lo sucedido. Don Froylan, el socio de su tío había abusado de Justina, sólo por el hecho de ser su sirvienta.
 Pasada la incredulidad, el chico conminó al indio a tomar venganza, a matar con su honda al maldito que había roto sus ilusiones de niño.   Pero el Kuto no quería hacer nada contra su patrón. Se sentía un indio incapaz de matar a Don Froylán. Tal vez Ernesto cuando grande y recibido de abogado haría algo, pero él no, porque seguiría siendo el novillero de los patrones. Sus odios los descargaba con los animales a quienes golpeaba, salvajemente, quizá pensando que golpeaba a quien había robado la inocencia de Justina.   Resentido y penoso, el Kuto pidió licencia y se fue de la hacienda a otro pueblo, ante el llanto de la tía de Ernesto, que lo quería como a un hijo.
Desde ese entonces, la hacienda se quedó sin la figura del indio tosco que robaba los suspiros de Justina. Ernesto se quedó en la hacienda, mirando  de lejitos a la musa de su warma kuyay quien olvidaba sus tristezas cantando.

EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE
Este era un matrimono joven. Vivían solos en una comunidad. El hombre tenía una sola vaquita. La alimentaban dandole toda clase de comidas; gacha de harina o restos de jora. La criaban en la puerta de la cocina. Nunca la llevaron afuera de la casa y no se cruzó con macho alguno. Sin embargo de repente apareció preñada: Y parió un becerrito color marfil, de piel brillante. Apenas cayó al suelo mugió enérgicamente.

El becerro aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras él por todas partes: Y ninguno solía caminar solo; ambos estaban juntos siempre. El becerro olvidaba a su madre; solo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de la casa el becerro lo seguía.

Cierto día el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompañó. El hombre se puso a recoger leña en una ladera próxima al lago; hizo su carga, se la echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo la totora que crecía en la playa.

Cuando estaba arrancando la totora, salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado, era el Demonio que tomaba esa figura. Entre ambos concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro:

- Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré al fondo del lago.

- Hoy mismo no -contestó el toro-, espera que pida licencia a mi dueño; que me despida de él, mañana lucharemos. Vendré al amanecer.

- Bien -dijo el toro viejo-, saldré al mediodía. Si no te encuentro a esa hora, iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño.

- Esta bien. A la salida del sol apareceré por estos montes -contestó el torito.

Así fue como se concertó la apuesta, solemnemente.

Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer le preguntó:

- ¿Dónde esta nuestro becerrito?

Sólo entonces el dueño se dio cuenta de que el torito no había vuelto con él. Y dijo: - ¿Dónde estará?

Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña, venía mugiendo de instante a instante.

- ¿Que fue lo que hiciste? ¡Tu dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste rgresar inmediatamente -le dijo el hombre, muy enojado.

El torito contestó: -¡Ay! ¿Porque no me llevaste, dueño mío? ¡No sé que ha de sucederte!

- ¿Que es lo que ha ocurrido? ¿Que puede sucederme? -preguntó el hombre.

- Hasta hoy nomás hemos caminado juntos, dueño mío. Nuestro camino común se ha de acabar.

-¿Por qué? ¿Por qué causa? -volvió a preguntar el hombre.

- Me he encontrado con el Poderoso, con mi gran Señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy él tiene un gran aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago -dojo el torito.

A oír esto, el hombre lloró. Y cuando llegaron a la casa, lloraron ambos, el hombre y la mujer.

- ¡Ay mi torito! ¡Ay mi criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de dejar? Y de tanto llorar se quedaron dormidos.

Y así, muy al amanecer, cuando aún quedaban sombras, muchas sombras, cuando aún no había luz de la aurora, se levantó el torito y se dirigió hacia la puerta de sus dueños y les habló asi: - Ya me voy. Quedaos, pues, juntos.

- ¡No, no! ¡No te vayas! - le contestaron llorando-. Aunque venga tu Señor, tu Encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.

- No podréis -contestó el torito.

- Sí, hemos de poder. ¡Espera!

Pero el torito saltó hacia la montaña.

- Subirás a la cumbre y, muy a ocultas, me verás desde allí -dijo.

El hombre corrió, le dio alcance y se colgó de su cuello, lo abrazó fuertemente.

- ¡No puedo, no puedo quedarme! -le decía el torito.

- ¡Iremos juntos!

- No, mi dueño. Sería peor, ¡me vencería! Quizá yo solo, de algún modo, pueda salvarme.

- ¿Y cómo ha de ser mi vida si tú te vas? -decía y lloraba el dueño.

En ese instante el sol salía, ascendía en el cielo.

Juntos viviréis, juntos os ayudaréis, mi dueño. No me atajes, mira que el sol ya está subiendo. Anda a la cumbre y mírame desde allí. Nada más -rogó el torito.

- Entonces ya no hay nada que hacer -dijo el hombre; y se quedó en el camino. El torito se marchó.

El dueño subió el cerro y llegó a la cumbre. Allí se tendió; oculto en la paja miró el lago. El torito llegó a la ribera; empezó a mugir poderosamente; escarbaba el suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato, mugiendo y aventando tierra, solo, muy, blanco, en la gran playa.

Y el agua del lago empezó a moverse, se agitaba de un extremo a otro; hasta que salió de su fondo un toro, un toro negro, grande y alto como las rocas. Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó hacia el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha.

Era el mediodía y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cerro, ya hacia el agua, el torito luchaba; su cuerpo blanco se agitaba en la playa. Pero el toro negro lo empujaba, poco a poco, lo empujaba hacia el agua. , al fin, le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran estazo lo arrojó al fondo, entonces el toro negro, el Poderoso, dio un salto y se hundió tras de su adversario. Ambos se perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos, bramando como un toro descendió la montaña; entró a su casa y cayó desvanecido. La mujer lloraba sin consuelo.

Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerrito blanco, con grandes cuidados, amándola mucho con la esperanza de que pariera un torito igual al que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.
La agonía del Rasu-Ñiti
José María Arguedas

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio.

Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume.

—El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”(1).

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras.

Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron.

La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron.

— Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor.
—¡Es tu padre! —dijo la mujer.  Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos.

Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación.

“Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos.

— ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.
—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.  La mujer se acercó al marido.

—Bueno. ¡Wamani(2) está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.
—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!
Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.
—Tardará aún la chiririnka(3) que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores.

La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos.

—¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer.

Ella levantó la cabeza.

—Está —dijo—. Está tranquilo.
—¿De qué color es?
—Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo.
—Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda!

La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente.

Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín.

Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre.

Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos.

—¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas.

Las tres lo contemplaron, quietas.

—No —dijo la mayor.
—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.
—¿Oye el galope del caballo del patrón?
—Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego!

Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda.

—El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo.
—¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo.

Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’.

Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo.

Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor.

El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando.

Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.

Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”(4), el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban.

“Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente.

—¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación.
—Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves?

El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’.

—Aletea no más. No lo veo bien, padre.
—¿Aletea?
—Sí, maestro.
—Está bien. “Atok’ sayku” joven.
— Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista.

“Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza.

“Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron.

—¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín.

Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera.

—¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro.

Se le paralizó una pierna.   —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba.

El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo.

—El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo.

Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo.

—¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza.

Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado.

Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento.

“Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe.

El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida?

La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar.

“Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio.

“Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra.

Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas.

—¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”.
—Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo.

“Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente.

A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo.

“Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera.

—¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando.

“Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos.

El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos.

“Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia!

Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos.
“Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos.

“Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche.

—¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’.

Nadie se movió. Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando.

“Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido.

—¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando.
—¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.
—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”.
—No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando!

“Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo.

—¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.
—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani.

(1) Dansak: bailarín.
Rasu-Ñiti: que aplasta nieve.
(2) Dios montaña que se presenta en figura de cóndor.
(3) Mosca azul.
(4) Que cansa al zorro.

CUENTO WARMA KUYAY DE DON JOSE MARIA ARGUEDAS-AMOR DE NIÑO


Don José María Arguedas nos relata tiernamente el warma kuyay (voz quechua que significa, amor de niño) de Ernesto hacia Justina, una juvenil belleza andina que servía en la hacienda de su tío y que sólo tenía ojos para el Kuto, el mejor novillero del lugar.   Ernesto no entendía cómo Justina, con su cara sonrosada, donde se dibujaba unos hermosos labios y unos brillantes ojos negros, podía fijarse en un indio tan feo como el Kuto, de nariz achatada, ojos casi oblicuos y boca ennegrecida por la coca.   Justina era alegre y delicada, mientras que el Kuto era tosco, con cara de sapo. Ella cantaba y él dominaba con el látigo a las vaquillas. Ernesto era el sobrino de uno de los patrones, apenas tenía catorce años y se sentía enamorado de la cholita que rompía el silencio con sus cantos y coqueteos al indio feo. No había ninguna esperanza para él, Justina tenía ojos solo para  el Kuto y por tanto, pronto sería su mujer. 
Pero ni Ernesto ni el Kuto, se habían percatado que otro hombre también miraba a la muchacha. Era Don Froylán, el  otro dueño de la hacienda, quien a  pesar de estar casado y tener nueve hijos,  se creía con derecho sobre la inocente Justina. Un día, cuando se bañaba con los niños en la toma de agua, la violó.
Con rabia e impotencia contenida, el Kuto se lo contó a Ernesto, quien no podía creer lo sucedido. Don Froylan, el socio de su tío había abusado de Justina, sólo por el hecho de ser su sirvienta.
 Pasada la incredulidad, el chico conminó al indio a tomar venganza, a matar con su honda al maldito que había roto sus ilusiones de niño.   Pero el Kuto no quería hacer nada contra su patrón. Se sentía un indio incapaz de matar a Don Froylán. Tal vez Ernesto cuando grande y recibido de abogado haría algo, pero él no, porque seguiría siendo el novillero de los patrones. Sus odios los descargaba con los animales a quienes golpeaba, salvajemente, quizá pensando que golpeaba a quien había robado la inocencia de Justina.   Resentido y penoso, el Kuto pidió licencia y se fue de la hacienda a otro pueblo, ante el llanto de la tía de Ernesto, que lo quería como a un hijo.
Desde ese entonces, la hacienda se quedó sin la figura del indio tosco que robaba los suspiros de Justina. Ernesto se quedó en la hacienda, mirando  de lejitos a la musa de su warma kuyay quien olvidaba sus tristezas cantando.

JOSE MARIA ARGUEDAS CUENTA SU VIDA

WARMA KUYAY-JOVENES EN TEATRO-JOSE MARIA ARGUEDAS SIEMPRE INSPIRA

AMAUTA REBECA BAEZ CUENTA EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE DE JOSE MARIA ARGUEDAS

EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE


Este era un matrimonio joven. El hombre tenía una vaquita, la alimentaba dándole toda clase de comidas; no se cruzó con macho alguno. Un día apareció preñada. Y parió un becerrito de color marfil, de piel brillante. Apenas cayó al suelo mugió enérgicamente. El becerro aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras él por todas partes. El becerro olvidaba a su madre; solo iba donde ella para mamar.
Cierto día, el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompañó.
El hombre se puso a recoger leña hizo una carga y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo la totora. Salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado, era el demonio que Tomaba esa figura.
“Ahora mismo tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cual de los dos tiene mas poder. Si tú me vences, te salvaras, si te venzo yo, te arrastraré al fondo del lago”. “Hoy mismo no -contestó el torito-. Espera que pida licencia a mi dueño; que me despida de él. Mañana lucharemos vendré al amanecer.
“Bien dijo el toro viejo. Si no iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré, a ti y a tu dueño”. Así fue como se concertó la apuesta, solemnemente. El dueño salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña.
-“¿Qué es lo que ha ocurrido? Me he encontrado con el Poderoso, con mi gran Señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy él tiene un gran aliento ¡Ya no Volveré! Me ha de hundir en el lago” -dijo el torito.
Al oír esto el hombre lloró. Y cuando llegaron a la casa, lloraron ambos, el hombre y la mujer. Y así, muy al amanecer, cuando aún quedaban sombras, cuando aún no había luz de la aurora, se levantó el torito, y se dirigió hacia la puerta de la casa de sus dueños, y les habló así:-“Ya me voy. Quedaos, pues, juntos”.
- “¡No, no! ¡No te vayas! - Le contestaron llorando - Aunque venga tu señor, tu encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos”. -“No podréis” - contestó el torito.
El hombre corrió, le dio el alcance y se colgó de su cuello I lo abrazó fuertemente. – “¡No puedo, quedarme!” le decía el torito. – “¡Iremos juntos!” -“No mi dueño. Sería peor, ¡me vencería! Quizá yo solo, de algún modo pueda salvarme”.
En ese instante el sol salía, ascendía en el cielo. “Entonces ya no hay nada que hacer” - dijo el hombre; y se quedó en el camino. El torito se marchó. El dueño subió el cerro y llegó a la cumbre, miró el lago. El torito llegó a la ribera; empezó a mugir poderosamente. Y el agua del lago empezó a moverse; hasta que salió de su fondo un toro, grande y alto como las rocas.
Escarbando la tierra, aventando polvo, se acercó hacia el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha. Era el mediodía y seguían peleando. El torito luchaba; su cuerpo blanco se agitaba en la playa. Pero el toro negro lo empujaba hacia el agua. Y arrojó al fondo; el toro negro, dio un salto y se hundió tras de su adversario.
El hombre lloró a gritos; descendió la montaña; entró a su casa. La mujer lloraba sin consuelo. Hombre y mujer criaron a la vaca, madre del becerrito, amándola mucho, con la esperanza que de que pariera un torito igual. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Los dueños pasaron su vida en la tristeza y el llanto.

Autor: José María Arguedas

Fuente: Cuentos Peruanos

Arguedas-La agonía de Rasu Ñiti- Contado

La agonía de Rasu Ñiti- Arguedas muy bueno

El torito de la piel brillante, hermoso cuento andino